Crónica de un secuestro XXV

Cacerolas y palos de golf         

Por Alvaeno Alvaeno

 

El mundo está tan mal, que los cangrejos hacen presa
donde las águilas no se atreven a posarse.
William Shakespeare.

 

Carol llegaba justo en el momento en el que retiraban el cadáver de Juan, aquel pájaro con alas de plomo que lejos de querer volar solo quería acabar con su vida, porque la desesperación lo había vencido. Carol observó todo aquel revuelo, los vecinos asomados a los balcones, curiosos, morbosos, en el pasillo de entrada al edificio que custodiaba Camilo con el celo del perro fiel, quedaban dos policías que le pidieron su documentación y le hicieron preguntas cuya lógica era absurda, como de dónde venía y a dónde iba, deme su documentación, en qué piso vive usted, qué hace a esta hora viniendo de la calle, e informaciones también carentes de lógica, pero ya se sabe que el funcionario, y más cuando este sirve a la ley y al orden, suele extrapolar sus funciones a su propia subjetividad de las órdenes recibidas, y allí donde le dijeron tal, éste, el funcionario, en este caso el policía, interpreta lo que le parece y adopta una actitud en muchos casos de prepotencia por sentirse garante y defensor del bien en contra de aquellos posibles malhechores, que para él dejan de tener la presunción de inocencia en el momento en el que se cruzan en su camino.

Carol obedeció a todos los requerimientos del agente y respondió a todas sus preguntas, pero el agente con la peculiar suspicacia que suele tener la policía cuando entra en el escenario de un crimen y al ver colillas dice: “aquí han fumado”, no estaba del todo satisfecho con los argumentos de aquella mujer a la que miraba con una especie de mirada entre lasciva y depravada, quizás pensando que no dudaría en echarle un polvo a aquella morena de una belleza excepcional con un cuerpo casi perfecto, pero claro, solo esto podría ser un pensamiento, o una obsesión, un deseo, o el efecto de algún complejo escondido bajo el traje de policía.

Al fin, el otro agente, una mujer bien parecida también, intervino dejando a la chica que se marchara y subiera a su piso. Camilo estuvo atento todo el tiempo a los hechos porque entre otras cosas la ropa interior que solía recoger en el patio era de Carol, que al tender sus braguitas y sujetadores no tenía el cuidado de prenderlas firmemente con las pinzas al cordel.

-La chica es una inmigrante, ya sabe usted, de esa gente que viene a quitarnos el trabajo –le dijo Camilo a los policías, que lo miraron con el desdén propio del que está por encima de todo. 

Unos kilómetros más allá, en un barrio rico en aquel momento en el que los policías se disponían a salir del edificio dando por zanjado el asunto del suicidio, se estaba llevando a cabo una protesta algo curiosa por la simple razón de que eran los ricos acomodados y de tendencias fascistas, por no decir fascistas del todo, los que desobedeciendo las normas establecidas por el Estado de Alarma debido a la pandemia, salían a la calle ataviados con cacerolas y palos de golf para pedir la dimisión del presidente y de todo su equipo porque en el pensamiento de estos retrógrados fascistas estaba la idea de que aquel gobierno los estaba llevando a la ruina total, gritaban consignas como libertad, y cosas por el estilo, conceptos que como es sabido el fascismo no conoce y por supuesto lo que quiere es lo contrario. El caso era que había que cortar cabezas como fuera y salir a la calle poniendo en riesgo la salud de otros, y por supuesto la de ellos, era cuando menos una barbaridad.

Curiosamente la actitud que la policía tuvo en aquellas algaradas, no se les puede llamar de otro modo a esas cosas, no fue el mismo que solía tener con aquellos despistados que habían salido a comprar en el horario equivocado, o que habían sacado a sus perros más veces de la cuenta al día, miles de sanciones habían realizado las fuerzas del orden, y ahora, ante aquellos exaltados que gritaban consignas claramente fascistas, por decirlo de algún modo, hacían la vista gorda o no actuaban con la misma mano dura que con los otros, claro, siempre ha habido, hay y habrá clases, y por regla general, aunque generalizar es odioso, muchos policías son de la misma cuerda de los que saltándose las normas salían a protestar pidiendo la dimisión del gobierno en pleno en las calles de su barrio, un barrio pijo, al que solo pueden acceder las personas que les sirven de criadas, chachas, y mayordomos, y a las que pagan con míseros sueldos sin siquiera darles de alta. 

Sí, las cacerolas las llevaba el servicio, y los palos de golf los amos del cotarro, el fascismo gritando libertad, eso es cuando menos poco creíble, esos, los pijos de aquel barrio lo único que estaban haciendo era velar por su privilegios aun a riesgo de poner en peligro la vida de otras personas, incluso las suyas, pero claro, qué se puede esperar de gente que está infectada de pelotudismo...

Carol llegó a su apartamento, estaba muy cansada porque había tenido un día agotador en el hospital en el que había conseguido un empleo en el servicio de limpieza y en el que la explotaban porque echaba doce horas diarias cuando su contrato era de cuatro horas al día, y para colmo no le suministraban el material de protección que necesitaba para no contagiarse de aquel maldito virus, eso sí, tenemos que decir aquí que el hospital en el que le habían dado el empleo era un hospital privado, pero ¿qué podía hacer cuando no tenía nada para comer? 

Carol había estudiado medicina en su país de origen, se había licenciado como especialista en enfermedades respiratorias, al menos sabía cómo protegerse del contagio y se las ingeniaba para hacer todo lo posible al respecto de su protección y de sus compañeras del equipo de limpieza.

<<Sí, solo es cuestión de tiempo>> pensó tirándose literalmente sobre el sofá que presidía aquella pequeña salita, <<sí, solo es cuestión de tiempo>>.

En el barrio rico seguían sonando las cacerolas aporreadas por aquellos fascistas, un pensamiento de derrota se iba abriendo camino en los ciudadanos y la desesperación venía como uno de los jinetes del apocalipsis azuzado por los perros del fascismo.

 

Salve, César, los que sufren ya no te saludarán jamás.

Puedes adquirir mi novela en este enlace: Matinal Costa de Madrid


Comentarios

Entradas populares de este blog

La verdad nos hará libres

La nueva Inquisición

Crónica de un secuestro XXXV